Me dirigía a Granada en tren cuando el empleado de Renfe me pide boleto y pasaporte, lo noto desconcertado al leer mi nombre: Araceli. Sin poder ocultar su asombro me pregunta en modo directo que porqué me llamo así? Tengo que dar tantas explicaciones o hay algo detrás de la pregunta? Respetuosa de la autoridad le explico con detalle el origen de mi nombre y él haciendo gala de su urbanidad, no me interrumpió aquel preciso discurso, hasta que yo sola caí en cuenta que, como siempre, me estaba excediendo. Sentí confianza y termino mi relato devolviéndole el atrevimiento, preguntándole el motivo de su original duda.

Me responde con otra pregunta: Me puedo sentar y contarte algo? Yo soy de Lucena, un pueblito cercano a Granada, enclavado en los montes andaluces y cuenta la historia que hace mucho tiempo, el Obispado de Lucena, estaba al mando de un sacerdote muy caprichoso y andariego, que aprovechando la generosidad de la tierra que alimentaba las fortunas de los campesinos andaluces y estimulaba su fe, se paseaba por todo el mundo derrochando las cómodas mensualidades con las que sus feligreses aseguraban su entrada al paraíso. Considerando que estamos hablando de tiempos remotos en los que los viajes eran motorizados por caballos, y acompañados por todo un séquito de personas que hacían cómodo el viaje al señor, se deduce que el Obispado de Lucena, casi nunca tenía obispo, ya que este pasaba largos periodos haciendo trabajo de campo.

Estas ausencias de autoridad, estimularon la llegada de los más oscuros pecados a tierras andaluzas, hecho del cual se enteraron los altos mandos católicos y que propiciaron un buen jalón de orejas al Obispo. El Papa en turno, tratando de ser diplomático, alegó que los degeneres que se traían su fieles, eran por la falta de una Patrona, que en ausencia del Obispo, alejara los demonios de esos lugares. El ingenioso argumento, se debía a que el Papa era el que menos podía reprender a los que seguían su fiel ejemplo de despilfarro, así que le pidió al Obispo andaluz y a sus marqueses y condes de confianza, que escogieran a la Virgen que más les agradará para proteger a su descarriado pueblo. 

La pasarela fue larga y variada… Fátima aún  no figuraba, Chestojova tenía un nombre muy complicado para las ya de por sí trabadas lenguas andaluzas, Guadalupe? ni pensarlo ella tenía contrato de exclusividad…. una a una circularon las once mil vírgenes existentes en el inventario celestial. Casi al final del desfile ocurrió el impacto: como resistir la belleza de aquella mujer en la basílica di Santa Maria in Ara Coeli?  estaba decidido, la estrenada patrona del campo andaluz, sería la Virgen de Araceli y su nueva casa, Lucena.

Obsesionado por darle prontitud a la protección de sus devotos, el Obispo adelantó una diligencia, para que iniciarán cuanto antes la construcción de la Basílica de Araceli en Lucena. Sin miramientos por los gastos, convocó a los mejores artistas para realizar la decoración del citado recinto. Se decía que en Sevilla existía un anónimo artista, cuyas obras aún desconocidas, revolucionarían al mundo entero. Se le encomendó dedicara los próximos meses de su vida a procesar una fiel copia de la virgen, la cual tenía que regresar a Roma lo más pronto posible.

Así, el artista pasó casi dos meses elaborando la obra a puertas cerradas sin que nadie pudiera verificar su avance, la única persona autorizada a tener contacto con él, era una sirvienta que le proveía sus  insumos diarios, pero de la puerta para afuera, ver la obra jamás! el primero debería ser el Excelentísimo Señor Obispo. La divina providencia quiso  que la sirvienta notara que la comida al pie de la puerta no fuese retirada por el artista, será la concentración que le quita el hambre, pensó, hasta que fueron demasiados los días, haciéndole suponer que algo andaba mal y que el Jerarca tenía que saberlo. Éste, atareado en la majestuosa construcción del recinto sagrado, envió a un selecto grupo de personas de su confianza con órdenes de derribar la puerta y ver qué pasaba adentro.

Entre dos estatuas desnudas misteriosamente idénticas, yacía el escultor muerto, la talla comisionada fue tan perfectamente realizada que nunca se supo si la original regresó a Roma o partió rumbo a Lucena.

Milagro o maldición, la llegada de Araceli causaba cada vez más expectación en las campiñas. Hasta  para la familia del escultor muerto hubo milagros, ya que fue compensada con una cantidad nada despreciable de riquezas, que aseguraban, sino el paraíso, si el futuro económico de mínimo cinco o seis descendencias.

El traslado de Sevilla a Lucena de la nueva virgen, causó tal revuelo que miles de gentes siguieron esta procesión, subiendo y bajando montes, pero  a escasos kilómetros del destino final y justo en la Sierra Aras, un balcón privilegiado de la naturaleza en el centro geográfico de Andalucía, una sorpresiva e inclemente  tormenta hizo que la caravana esperara una noche para seguir su viaje al día siguiente. Y así fueron pasando, no un día, semanas enteras, sin poder bajar….. cada vez que intentaban descender con la virgen a cuestas, la lluvia los replegaba hacia la cúspide. Los feligreses interpretaron que su nueva madre, quería quedarse allí, justo en la cima de aquel cerro. Otro hecho que incrementaba la fe de sus nacientes hijos, quienes se encargaron de hacer otro y nada modesto santuario en ese lugar, donde actualmente se encuentra la Virgen de Araceli.

Todo lo que te he contado hasta ahora es en parte la historia y en parte la leyenda de nuestra virgen andaluza, me dijo éste hombre al finalizar el relato. Te falta solo un detalle: Esa virgen, baja un día específico del año a la Basílica de Lucena y ese día es hoy.

Manuel se llamaba éste hombre de trenes, era un cincuentón devoto fiel de La Virgen de Araceli y con un amor especial a tierras aztecas, razón por la cual se podrá dimensionar el impacto que le causó el hallazgo de la primera Araceli mexicana, justo en ese día.

La conversación finalizó con una predecible invitación a conocer su tierra y ver bajar a mi homónima de la Sierra de Aras. Su familia lo recogería en la estación Granada, donde terminaba su turno, para después ir a encontrarse con la Araceli de alabastro en compañía – claro si yo aceptaba – de la Araceli de carne y hueso. 

Manuel continuó sus tareas de verificar los boletos de los pasajeros, lo que me permitió pensar en su propuesta. Inconsciente y curiosa acepté, lo busqué al final delos vagones en la estación de Granada y juntos esperamos pacientemente la llegada de su familia.

Su familia resultó ser escasa, solo un miembro más, otro hombre José Ramón, posiblemente de la misma edad, al cual Manolo recibió con un cálido abrazo.

Cuando me subí al coche con este par de desconocidos, los minutos pasaron lentamente, el paisaje solitario suscitó el inició del acostumbrado proceso mental, apto pare estos casos, que va desde como bajar de un auto en movimiento, donde se denuncian las violaciones en España, hasta empezar la redacción de mi epitafio. Estas sensaciones menguaron cuando me di cuenta de que a ninguno de los dos les emocionaban mis encantos, ya que a Manuel le gustaba José Ramón y a José Ramón, Manuel, por esta razón llevaban viviendo más de 30 años juntos, compartiéndose en cuerpo y alma.

Mi tranquilidad, me permitió admirar del paisaje que al inicio parecía desolado y que ahora se mostraba espléndido: los montes andaluces, lleno de Olivos, perfectamente bien alineados como un  gigante rompecabezas, el tiempo se acortó por la plática y las Czardas que muy muy bajito le ponían música de fondo a los montoncitos de casas pintadas de blanco. En esas regiones los creyentes de la Virgen, tienen la costumbre de  recibirla como se merece, por lo que entre todo el blanco de sus casas, destacaba un detalle muy peculiar: unas mantas en color marrón con letras doradas que colgando de las ventanas recitaban: Bienvenida Araceli.

Llegar a Lucena, fue una hazaña, la virgen ya estaba allí y la gente estaba como invadida por una locura colectiva que la hacía estar todo el día en la calle de juerga, celebrando la fiesta que tiranamente hice mía. La numerosa familia de Manuel era suficiente  para llenar un edificio de tres pisos el cual albergaba a la verdadera protagonista de ésta historia: Doña Dolores, la madre de Manuel. Una mujer de casi cien años recluida en casa por una enfermedad de esa que solo ataca a las piernas de los ancianos y que la privaba de la celebración que afuera se registraba.

La presentación a la familia fue algo formal: ella es una mexicana de nombre Araceli que me encontré en el tren y que la invité a las Fiestas Aracelitanas… Doña Dolores respondió: Yo sabía que no me iba a morir sin conocer a la virgen, la Guadalupe me la mandó, déjame darte un beso.

No fue solo uno, fueron miles! a los que yo respondí cariñosamente. Doña Dolores sabía de México más cosas que yo y nuestras pláticas se prolongaron por días enteros, suponen bien, me quedé varios, los suficientes para asistir a la misa de honor que se celebraría el domingo para la virgen y a la cual Doña Dolores no había asistido desde hace varios años.

El desfile de galas que se suscitó el domingo por la mañana fue excepcional, todos con sus mejores ánimos y atuendos, listos para ir a la ceremonia dominical más importante del año. Nadie hizo el menor ruido a la hora de salir, ya que no querían despertar a Doña Dolores y así hacer de esta fecha una más en la que la pobre vieja los veía salir sin poder acompañarlos.

Pero esta pobre vieja, ya estaba despierta y no solo eso, dispuesta más que ninguno a no perderse un año más el evento. Todos impresionados por la  decisión empezaron a repetirle que no le hacía bien, que sus piernas ya no estaban ni para caminar un par de cuadras, que desistiera de su intento, ella los ignoró, me tomó del brazo y nos dirigimos juntas a la puerta.

El paseo después de misa duró casi media hora, el brazo de Doña Dolores se aferraba al mío como ningún otro brazo lo había hecho antes. La gente la veía con el gusto con el que se ve a una persona que desde hace varios años no figuraba en la calles del pueblo, esas calles donde te encuentras todos los días a la misma gente a las mismas horas haciendo exactamente lo mismo y que todas juntas forman el paisaje cotidiano de las pequeñas ciudades.

Comimos fuera, ocupamos todo el restaurante y yo me senté junto a ella, no me atrevía a opinar mucho, ya que pescaba muy poco de las rápidas y a veces ininteligibles charlas de aquella familia, pero mi atención se centraba en aquella señora, creo que era la única que lo hacía, quizá el resto de la familia, habituados a estar en estos lugares sin ella, no se terminaba de acostumbrar a su presencia. 

Ambas estábamos mudas, ella también observaba, como saboreando cada uno de los momentos que se le presentaban. Súbitamente y después de un buen rato de silencio me toco la pierna como buscando mi atención, acercó su boca a mi oído y cantó muy quedito : “guadalajara en un llano, méxico en una laguna” si, la cantó tod sin errores ni desentonos, cuando terminó se volteó e inició su sopa de calamares, como si nada hubiera pasado. Tratando de ocultar mi llanto transcurrió la comida. Que hacía yo, con toda esta gente extraña al otro lado del mundo?

La despedida fue difícil, me quería ir, Lisboa me esperaba, pero algo se me quedó allá, algo que tengo que volver y rescatar o quizá algo que debo dejar allá como tributo.

Que hago con la toda fuerza del brazo de Doña Dolores aferrado al mío? Dónde pongo el tiempo que tardo la historia de Manuel en el tren y las nutridas pláticas de física con José Ramón? Dónde la chiquillería sonriendo? no lo sé, pero hubo una promesa. Doña Dolores me dijo que tendría que regresar con o sin ella, con o sin Virgen de Araceli, Lucena me estaría esperando toda la vida.